Tuesday, April 3, 2012

El fin de la novela

Llevaba sus jeans viejos, esos que me gustaron tanto cuando la conocí, ya hace más de cinco años. Sus cabellos estaban alborotados y cubrían levemente su rostro blanco como la nieve. Sus ojos, hermosos, mantenían la mirada perdida en el techo inconmensurable y sus labios aún se mostraban dulces. Su cuello parecía fresco, pese a las marcas que aparecían en el. Sobre su pecho, un dije barato, cuya procedencia desconozco. Su torso, vestido con una ligera blusa de algodón, se me antojaba llamativamente, por su cintura estrecha, gracias a varios tratamientos que no lograron disimular las estrías que mi pasión causó. Su pantalón viejo la hacía parecer más joven a mis ojos, mientras cubrían sus piernas que se cruzaban inertes sobre si mismas. Y en sus diminutos pies, un par de zapatitos rojos para correr, de esos que están de moda entre las chiquillas. La escena era perfecta. Ella estaba allí, aún hermosa y pareciendo llamarme a su lado. Todo era cual lo había esperado desde hace semanas. Salvo por algunos inconvenientes devenidos de mi celo y furia. Era, en ese momento su cuerpo, perfecto para mi disfrute. Hubiese sido hermoso encontrarla así, cual la describo, en mi cama, esperándome; mas no sobre las baldosas del baño, que antes de todo eran blancas. Y es que así la encontré: perfecta, hermosa, tendida sobre el piso con su mirada perdida y su cuerpo inerte. Así la dejé, con sus pechos perdidos en su blusa blanca de algodón, que había ya absorbido gran parte del carmesí de sus heridas. En sus muñecas, las marcas de mis dedos y en su cuello las señales de mi furia. Doce puñaladas había podido asestarle, diez en el pecho y dos en su abdomen que, hace años ya, hubo cargado a mis hijos. No fui yo, creo. Es decir, no lo recuerdo bien. Pero en todo caso, eso dice el reporte policial, y yo les creo. Les creo, justamente porque no recuerdo lo que pasó con claridad. Lo que si recuerdo es su cuerpo delicioso, sus brazos abiertos sobre el suelo y sus manos cerradas con fuerza. En uno de sus dedos, un anillo que no le había dado yo, y en su antebrazo, un tatuaje que no conocía con un nombre que no era el mio. Sus piernas, más delgadas que antes, sus ojos perdidos y el diminuto hilo de sangre que escurría de la comisura izquierda de su boca. Recuerdo mi sorpresa, al encontrarla ahí, sin saber que había pasado, recuerdo despertar y verla allí, muerta. Pero también recuerdo con más sorpresa haberme encontrado a mi mismo, despertar de pie junto a su cuerpo, con mi mano izquierda dolorida y llena de su sangre, y mi mano derecha empuñada, cerrada firmemente sobre un cuchillo de cocina viejo, y la habitación destrozada. Recuerdo también haber sentido algo extraño en mi pecho: un corazón acelerado que parecía salirse de su lugar. Recuerdo la sensación de sequedad en mi garganta, la casi imposibilidad de respirar. Mis piernas temblando y las ansias de emprender carrera sin destino. Así lo recuerdo, no más, no menos. Pero reparo en intentar recordarlo. Al final, estoy aquí, solo en mi celda de dos por cuatro metros, con dieciséis años pendientes, en los cuales, seguro, recordaré lo que sucedió, y podré justificar mi inocencia para mi mismo. Mi inocencia, si; porque quien la mató no fui yo, sino el extraño hombre que ella mismo fabricó.